jueves, 7 de marzo de 2013

Y sin embargo.





Sí, Joaquín, tú decidiste quedarte en el 96.
Perdido en las seis de la mañana.
Cuando tú nos contabas que a esa hora se escayolaba el corazón.
Y yo qué.

Yo me quedé en el verano del 99.
Cuando, aún, las seis no me causaban vómitos de penas.
Y mi corazón no necesitaba yeso para soldarse (aún era fuerte y estaba sin estrenar).

Y, dime tú, ahora que somos conscientes de que el tiempo pasa.
Ahora que las ojeras duermen en la almohada
y resoñamos lo soñado porque siempre soñamos con lo mismo.
Dime, ¿por qué coño tardamos siglos en morir y la vida nos acaba pareciendo un instante?

Contigo aprendí que los locos no necesitan suicidarse porque ya no viven en este mundo.
Contigo aprendí que, para hacerlo, uno debe estar muy cuerdo (y ser demasiado valiente).
Contigo aprendí que hay cosas que es mejor no aprender. Como esto.
Ya sabes.
La sociedad no vería bien este tipo de reflexiones. Tú me entiendes.

Porque el amor cuando muere, también mata.
¿Por qué? Porque uno siempre ve el vaso medio lleno y, el que se va, medio vacío.
Y una parte de nosotros siempre mata algo, cuando muere.

No hay comentarios:

Publicar un comentario