miércoles, 7 de agosto de 2013

Tengo ganas de perderte. De vista.
Tengo ganas de perderme. De la risa.

Los días que me hacías despertar, me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta volver a dormir contigo o conmigo. Eran momentos de daños tatuados en la piel como golpes en brazos derruidos. Llovía o hacía sol o era de noche, sobre todo de noche. Porque todo estaba negro cuando huías lejos y me dejabas en una esquina del sofá pensando en mi locura y en todo lo que decías que había hecho. Que muchas veces era nada o era todo o era nada.

Nada.

A eso se resume todo. A nada. Nada es lo que quedó cuando decidiste irte y no volver. Cuando si volvías era sólo para decirme que yo, y yo, y yo y nunca tú. Nunca tú me traías el desayuno al sofá de la tristeza, nunca tú me recordabas lo bonita que era también cuando lloraba (aunque sólo fuera para hacerme sonreír), nunca tú te perdías entre mi pelo rebuscando mis sueños tan lejos de cumplir, nunca tú te preguntabas cómo funcionaba un cerebro desgastado por el paso y el peso y el salto del tiempo.

Y, ahora, desencantada de mí (y de ti) sólo quiero perderte. O eso quiero creer.

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